martes, 9 de noviembre de 2010

El ladrón de morfina, según Wilhelm Kay


El hombrecito se llama Wilson A. Bentley. No es idiota. Para él, la nieve es un desperdicio, belleza malgastada por la naturaleza. Le duele tanta belleza desperdiciada. La recoge.

Mario Cuenca Sandoval, El ladrón de morfina



Si vas a la guerra, lo más terrible que te puede pasar es que, al volver, tu novia se haya convertido en una repelente jipi comeflores, que se dedique al amor libre y al folleteo por doquiera mientras tú has perdido los cojones entre chinitos. Esto no sucede en la novela que quería apuntar aquí, pero se me ha ocurrido a mí, que nunca he estado en la guerra, pero vivo en Saigón, que es parecido. De hecho, vivo encerrado con una máquina de escribir, como el Flaco Bentley, uno de los personajacos de El ladrón de morfina, la novelaca que ha escrito Mario Cuenca Sandoval. Lo primero que he pensado al abrir el libro es: ¿por qué ponen al traductor como autor? Y a partir de ahí, todo son sorpresas, piruetas del narrador y síndrome de abstinencia; el que provoca cerrar este libro antes de terminarlo. Hoy apenas he hecho caso al cerdo por culpa de El ladrón de morfina. La edición, de 451, es bella como un copo de nieve. Recuerdo El siglo de la heroína, ed. Melusina, y celebro (sin golpear las copas muy fuerte, en bajito) los opiáceos, y brindo por aquellos adictos que eran hombres. Las drogas son muy malas, excepto cuando te han disparado munición de guerra. Figurada y literalmente, en esta novela hay luz al final del túnel: un horizonte de belleza detrás de las bombas y la cortina naranja que chorrea de los aviones americanos, y una bombilla de tungsteno que dura una eternidad.

En Matadero 5, pequeñas biblias de acero acompañan a los soldados. En El ladrón de morfina, Poe. Por si nadie se había dado cuenta, POE se pronuncia igual que POW (prisoner of war).