martes, 8 de junio de 2010

El ladrón de morfina, según Matías Miguel Clemente

(Del blog: Degradante Tren Amnésico)


Poetas de sistema nervioso. No sé si hay alguna definición más precisa para cierto tipo de escritores. Tengo mis dudas de si es más una definición o una imagen definitiva. Creo que es una imagen, y es así porque un poeta para mostrar, describir, señalar, no puede sino basarse en una imagen. Poetas de sistema nervioso, de escalofrío que recorre principio y fin, como el latigazo de la red eléctrica de un tranvía, de martillazo en el suelo, que abre los pulmones por la vibración, de río que recorre una tierra sangrante de arriba abajo llevando consigo un elemento electrificante: un niño. Así debe ser el autor de El ladrón de morfina.

No he leído muchas novelas bélicas, de hecho no recuerdo ninguna, sin embargo uno, pensando en positivo, siempre se guarda el beneficio de su propia duda. Quizá no he leído ninguna y en ésta hay muchas. No lo sé, pero intuyo que en muchas de ellas existe el calor de las imágenes, el calor de las explosiones, el calor que producen las heridas, la descripción de las heridas, el calor de los gestos desesperados. Sin embargo hay algo en esta novela que no me atrevería a afirmar que existe en otras novelas del género: el frío chocante de la imagen, el aliento helado de algunos personajes, algo helado, digo, que va más allá del propio hielo y la nieve de la novela, más allá del frío descrito, algo más frío y más eléctrico que los copos en la herida, o en la lengua. Un frío que sólo se hace palpable cuando inunda al calor, ya no sé si me explico...sí, ya lo sé: como cuando en las antiguas fundiciones hacían pasar el hilo de un río cercano para meter los metales ardiendo, eso es. Un frío intenso de dientes producido por el calor bañado en la brutalidad del agua.

El sistema nervioso como emancipador y coladero al mismo tiempo de dos mundos: el subterráneo, reino de la embriaguez, la literatura, y la enseñanza salvaje, reino de las máquinas de escribir, de las luces inacabadas, de la locura, y al otro lado la tierra firme, la realidad más desorbitante, el mundo de la masacre, del escaparate de recursos para la locura ebria. El sistema nervioso recorrido por una sustancia opiácea que calma alrededor todos los músculos allá a donde llegan las ramificaciones del sistema; un río por el que desciende una píldora sugestiva y analgésica.

El ladrón de morfina pertenece a esa clase de novelas que permiten meter la cabeza, cerrar los ojos y dejar que las imágenes, los personajes, las situaciones le hagan a uno pensar aleatoriamente en un cuento, en un poema, en un cómic, en una película e incluso en ocasiones en un ballet. Su estructura, sus fragmentos, sus saltos son quizá el mayor de los personajes, el ser demiúrgico y fundacional, el señor que se adelanta un paso, que adelanta su poder, tapado como buen demiurgo. El señor que sólo se altera por lo incontrolable de la naturaleza, por un hecho fundacional, como decía, por un latigazo, por un calambre, por una dosis bañando el Leteo. Por un ángel sin alas.

En El ladrón de Morfina se establecen las prioridades de todos aquellos que no tienen ya nada que hacer, vivir junto a Poe, curar hasta la extenuación, amar por y hasta los delirios, golpearse los oídos, crear y dar vida, en definitiva agarrarse al hilo de la supervivencia. No hablo de estructuras, ni de fragmentarismo, ni de recursos ni influencias (ya he dicho que no he leído, creo, novelas bélicas), porque esto no es una reseña ni una crítica, sino apreciaciones de lector. Y así hablo del miedo que me han producido algunos pasajes de la novela, miedo a la radio, al sueño provocado, a la intemperie como es la intemperie. Así hablo de la imagen fotográfica, de la imagen del napalm incrustado en la piel de los niños corriendo. Así hablo de la aparición misteriosa de la música en la mente del lector, de la lentitud evasiva y provocada por la narración, del pálpito deductivo de las novelas bélicas (si es que lo tienen). Así hablo del calambrazo en el sistema nervioso, del efecto somnífero y tranquilizador del río, del niño y de su jugo opiáceo. Así hablo de los dos mundos que divide el río, la médula, la ordenada, y así hablo del otro plano que divide el niño, lo real y lo inventado, lo absciso.

Siempre he pensado en el carácter marcadamente fisiológico de algunas obras, ésta lo tiene, estremece en ocasiones y eso es comportamiento fisiológico, encogimiento, efecto astringente, el que producen los copos de nieve en la piel, el que produce la arcilla, la tierra en la piel, o un río que se crea conforme avanza. Narrador y poeta de sistema nervioso.

El ladrón de morfina. Mario Cuenca Sandoval. Edit. 451. 2010 Madrid.

Apreciaciones bajo la influencia de Sigur Ros

martes, 1 de junio de 2010