jueves, 21 de abril de 2011

El ladrón de morfina, según Ariadna G. García


Del blog Latormentaneunvaso

En el año 2006 la editorial Berenice, que tiene el gusto y el acierto de apostar por autores, a su vez, arriesgados, periféricos e innovadores, publicaba la primera novela de un narrador nato, de un amante de la literatura que escoge, con delicadeza e intuición, las mejores imágenes de su productiva cosecha para ofrecernos libros evocadores, reflexivos y de gran belleza plástica. Mario Cuenca Sandoval se estrenaba en el arte de la prosa con Boxeo sobre hielo, una novela a trazos, a golpes de escritura que impactan en el cuerpo de la historia de sus protagonistas dejando moratones en las páginas, es decir, pequeñas extensiones de amargura, frustración y desencanto. Ya en aquel libro, Cuenca trataba algunas obsesiones que aparecen en su última obra: la violencia, el uso de narcóticos, la pederastia, el sueño; y nos mostraba una forma distinta de relatar, variando las voces, las perspectivas, ramificando las tramas, simultaneando las coordenadas del espacio-tiempo, en la estela, entre otros volúmenes, de Señas de identidad, de Juan Goytisolo. La novela, que narra a ganchos, a directos, la vida de Miguel, El Loco, Larretxi (un violento y laureado boxeador de los años 60), de su esposa (una famosa y anárquica pianista) y del hijo de ambos, obtuvo el Premio Andalucía Joven de Narrativa, compuesto por Javier Hernández, Eduardo Jordá e Hipólito G. Navarro.
En Boxeo sobre hielo los distintos narradores dan musculatura discursiva a personajes fronterizos, complejos, hundidos o encumbrados por la dura relatividad de una mirada, de su lente plana, cóncava o convexa. Llama la atención, también, el cuidadoso empleo de las imágenes, que, como boyas en el mar, iluminan la obra, son como fogonazos que nos alertan de un motivo que requiere meditación y análisis: “Nuestro explorador estaba persuadido de la existencia de primitivas vías abiertas en los mares. Pero el agua arrasa siempre los surcos que los hombres dibujan. A diferencia del recorrido terrestre, la navegación no deja huellas. La espuma oceánica se las lleva a una forma suprema del olvido que se agazapa en el fondo de las aguas” (pág. 45).
En el espléndido Ladrón de morfina, Mario Cuenca Sandoval endulza este lenguaje poético, en violento contraste con el trasfondo bélico del libro. No en vano, el autor es, además, un distinguido poeta galardonado con premios: el Surcos, por Todos los miedos (2005); y el Vicente Nuñez, por El libro de los hundidos (2006). Valga como ejemplo cuando el narrador, a propósito de la obsesión por la caducidad y por las excepciones en la naturaleza que padece Wilson A. Bantley, soldado raso del ejército de los EEUU durante la Guerra de Corea, escribe sobre la nieve: “Le duele tanta belleza desperdiciada […] No es el primer hombre que se ha sentido así, perplejo ante la fugacidad de las cosas, perplejo ante el carácter único y evanescente de cada uno de esos copos de nieve […] Dios debe de invertir buena parte de la eternidad en el diseño de estos minúsculos regalos silenciosos […] Todos tienen la forma de una estrella de seis puntas. Incluso Dios se pliega a un patrón, porque la ley natural les ordena a todos ser iguales y ser distintos al mismo tiempo” (Págs. 170-172). Las novelas de Cuenca Sandoval, como esos cristales de frío, son en parte gemelas y en parte diferentes.
El Ladrón de morfina, al igual que El Quijote, remota el tópico literario del manuscrito encontrado. La autoría de la obra se atribuye a Samuel Kurt Kaplan, veterano de la guerra coreana. El libro se estructura en función de sus personajes protagonistas (el Flaco Bantley, el matrimonio Goh, Wilson Reyes y el teniente Caplan) y tiene cinco partes que no son, sin embargo, compartimentos estancos, sino que están trenzadas. El libro, en ocasiones, establece un diálogo meta-literario con algunos relatos de Edgar Allan Poe, en concreto, con dos: El extraño caso del Señor Valdemar y El entierro prematuro. Cuenca establece un par de niveles de conciencia en la mente de sus criaturas: la conciencia normal y la vigilia, ya sea inducida por el uso de drogas (marihuana, opio, morfina, alcohol) o por una patología de las que produce la guerra (estupor, terror, fiebre). Esta fascinación por el buceo introspectivo permite a Mario Cuenca acceder a la pulpa del inconsciente humano, a los recovecos de la personalidad, al límite acuoso entre la vida y la muerte. En cierto sentido, el Ladrón de morfina no dista demasiado de la película Cisne negro.
Escrito con una prosa ágil y de alta capacidad evocadora, el libro recoge la experiencia militar de varios soldados, todos ellos singulares, extraños invitados a una guerra que habrá de confundirlos, de enajenarlos, hasta olvidar sus nombres; y de una humilde y compasiva familia coreana, a la que el napalm no ha arrasado la grandeza de corazón ni la caridad.
Mario Cuenca Sandoval ha escrito un impecable libro de acción bélica, rasgado por una fina aguja de lirismo. La edición de 451 es preciosa e incluye varias ilustraciones impactantes. Esperemos que Mario finalice pronto su tercera novela. Hasta entonces habrá que conformarse con releer fragmentos, pero qué fragmentos: “Había que detener la hemorragia. Había que detener el derrame del ángel. Había que rasgarse el pantalón y usarlo como venda. La vida era líquida. La vida goteaba sobre la nieve. Vio su vida goteando sobre la nieve y pensó que no era suya, que no podía serlo” (Pág. 72).