lunes, 21 de febrero de 2011

El ladrón de morfina en el blog Irreverentes


CONTINUUM CARNAVAL: Y ahora tengo mono de morfina
por Mac Inculking




Todo viene porque he terminado la novela titulada El ladrón de morfina.
Y me han gustado mucho los tres: Mario, Cuenca y Sandoval.

Quiero decir que a ciencia cierta no sé bien quién lo ha escrito, y eso es algo que debería quedar claro, para lo bueno y para lo malo, y para la SGAE. Resulta que cuando abres la primera página te dice, además, que es una traducción, que el libro está escrito por otro, un americano de Vermont, Nueva Inglaterra, que le tuvo ley a la guerra de Corea, y a los dibujos en Ascii, y que no se sabe qué buscaba en Colombia, donde vino a morir, y que a su vez pudo haber sido descendiente de otro que se llamaba como él, Caplan, pero de mote Copo de nieve (aunque no era una oveja), y que se pasó la vida entera echándole fotos a sus homónimos para comprobar que no había ninguno repetido, y confirmó al final que no, lo mismo que el otro Caplan, el de la guerra, se confundía de coreanos comunistas, seguramente distintos, pero que se repetían y repetían en oleadas sucesivas, como si siempre fueran los mismos. Pero no.

El siguiente lío en que uno se ve es el de los personajes. Que también son tres, como Mario, Cuenca y Sandoval, pero sin llegar a constituir grupo cómico, porque aquí, en la guerra y en el libro, nada es cómico. Que podría haberlo sido.
Estos son los tres: el flaco Bentley es un granjero idiota de Vermont, Nueva Inglaterra (les suena ya, seguro), que no sabe más que de patatas y de asesinatos de pulgones; Wilson Reyes es colombiano, pero alto como un cíclope y pelirrojo, o sea, como todos los colombianos; el último es el teniente Caplan, militar experto en dibujar tanques con equis y rayas y ceros de su máquina de escribir. Tres eran tres en medio de la guerra, pero ninguno muy ducho en eso que (suponemos) es la guerra como dios manda. Parecería el arranque de una historia desopilante a la berlanguiana, un artefacto entre esperpéntico y lúdico para poner en solfa el digno arte de la guerra, con su mala prensa y sus millones de atropellos. Pero no.


La cosa se complica cuando empiezan a aparecer diversas escenas que no se desarrollan en Corea, ni en guerra ninguna, ni en Colombia, ni en el Chichinabo ni en Potatoes fields forever. El libro también habla mucho de morfina. Demasiado para estos tiempos de fiebre neocón. Todos los soldados en el frente llevan un pack de dos tubos cargados y listos para aplicar. Pero el ladrón prometido no aparece aún. Luego el libro habla de aquel investigador americano de un pueblo de Vermont, Nueva Inglaterra, que se hizo viejo eremita de los copos, y los fotografió por miles, y tuvo el reconocimiento que cabía esperar de su labor de toda una vida: o sea, ninguno. Y se habla de una parejita de coreanos venerables que son la familia Goh, y de su nieto, y de los tugurios de la ciudad donde se ofrecen cuerpos tiernos a buen precio y por horas. Y sobre todo se habla de Poe, ¡cómo se habla de Poe! Se habla y se vuelve a hablar, tanto que en un momento dado uno se pregunta si acaso no será Poe el cuarto autor, o si en un último giro inesperado Poe se revelará como el auténtico ladrón de morfina, y nos saciará la sed de saber. Pero no.

Y sepan que yo no voy a resolverles ninguno de estos enigmas tan afectos al número tres. De lo que yo quiero hablarles es del efecto morfina, pura y simplemente, de esa experiencia que guarda la novela para una mente debidamente predispuesta. El efecto se muestra desde el principio en una historia que empieza así:


El Flaco, cayendo a través de la noche, cayendo en oblicuo como una jabalina que va rasgando la oscuridad, miraba a su alrededor como hipnotizado por los brillos de las detonaciones y del fuego antiaéreo y por el estrépito del viento en los oídos, y le parecía que aquella constelación de ruidos tenía un sentido intencionado, le parecía pura música, una partitura en la que las explosiones hacían las veces de la percusión.


Una historia que arranca en una caída desde el cielo, en la que la terrible experiencia de la guerra es música, y eso, me parece a mí, es una imagen muy desconcertante. Sí, ha empezado todo. Las imágenes desde esa primera línea son así, siempre: inesperadas. A veces son demoledoras, a veces de una ternura no apta para paladares toscos. Y la novela toda multiplica página a página su efecto desconcertante, su atracción taumatúrgica, hasta que va engullendo al lector y acaba poniéndolo ahí, en medio de una experiencia extraña, impredecible, dolorosa y sin embargo, fascinante. Es la guerra. Pero es también la vida. Y el amor. Y el absurdo. Observen que la novela acaba así:

Un mundo en el que la belleza es veneno y los venenos pueden salvarte. El mundo está al revés, pensamos. Al mundo le han dado la vuelta, pensamos. Y luego seguimos descendiendo la ladera, camino del mar, o camino de otras perplejidades.


O sea, que cuando estamos a punto de abandonar la experiencia, nos encontramos con que la novela le ha dado la vuelta a todo. Ahora que hemos visto el mundo desde dentro de la narración, entendemos que las perplejidades nos acompañarán siempre. Es un cierre redondo, como se ve, en acabado retruécano: si al principio cae el soldado, y la guerra (lo artificial) le parece música, ahora cae ladera abajo el teniente y entiende que la belleza (la naturaleza) ha sido la muerte. Así de bien explicado.

Lo que queda entre un extremo y el otro, apenas 200 páginas de un abigarramiento intelectual y sensual que aturde, eso es el efecto morfina.

Provoca posteriormente estados carenciales conocidos vulgarmente con el nombre de mono, pero no les aconsejo dejar de probarlo.

Todavía no está prohibido.





El ladrón de morfina, de Mario Cuenca Sandoval (Eds. 451, 2010) ha sido elegida como una de las 10 mejores novelas del año por la revista Quimera. Creo que se quedan cortos.