lunes, 17 de enero de 2011

El ladrón de morfina, según Jorge Díaz Martínez



del blog Strip Garden Poetry

"Todavía me queda menos de un tercio de libro, y no tengo ninguna prisa por acabar de leerlo. Hace tiempo que me libré de ese vicio infantil que devoraba novelas con ansiosa fruición hasta arrancarle el silencio a su última y orgásmica hoja. Ya sabéis de lo que hablo, cuando la novela era buena, después de ese punto y final sucedía una inevitable mezcla de satisfacción y, bueno, melancolía: la de saber que no podríamos volver a revivir el disfrute ingenuo y primitivo de la lectura virgen. Un temor parecido es el que me hace ahora espaciar la lectura de El ladrón de morfina y alternarlo inevitablemente con otras lecturas -otra sarna con gusto de la que jamás me libraré- o retrasar su avance en las franjas vacías de la agenda cotidiana. Y no porque tema su colofón. A estas alturas ya intuyo que ésta es una de esas rayuelas que no tiene final, precisamente porque su adicción no reside tanto en la anécdota -a pesar de la elegante administración del suspense con que nos deleita Mario Cuenca Sandoval- como en el vaho que empaña la retina de sus protagonistas. Ese cristal fotográfico, opiáceo y subterráneo. Esa conjunción de rojo, blanco y negro, que da la nieve, la sangre y la amapola. La certeza de que nuestros humores se derriten y es una locura -bella, pero locura- intentar rescatarlos mediante obturadores o teclados, de que la verdad planea entre la imaginación y la materia sin hacer en ningún árbol su nido.
No hace mucho, a propósito de un reportaje, el autor bromeaba sobre su inclusión en una lista de autores nocilleros. La verdad es que no tengo muy fresca la lectura de Nocilla dream, pero puestos a buscar afinidades algunas saltan a la vista: ambas juegan a la oca con las elipsis engarzadas, ambas revuelven el puzzle caleidoscópico, ambas comparten un marco global y más o menos contemporáneo, ambas destripan el monólogo interior de sus protagonistas, lo condimentan y lo confunden exquisitamente. Yo apreciaría, además, el gusto por un tempo moderato y el enciclopedismo tanto cientificista como pop. Y también la transparencia narratológica. Vamos, que sí. Pero también diferencias, en El ladrón de morfina hay menos disgregación y menos trama, y es en esa mayor saturación de la sustancia donde se hace posible espesar, ahondar, embriagarse, sumirse y suministrarse cuantas dosis apetezcan a nuestra voluntad. Yo lo consumo con moderación, como buen gourmet.

lunes, 27 de diciembre de 2010

El ladrón de morfina, según Luis Gámez


Cayendo en paracaídas sobre Mario Cuenca Sandoval

(una aproximación oblicua a El ladrón de morfina)


Revista Quimera, diciembre de 2010


Guerra, tiempo, realidad, ficción


El ladrón de morfina, ha declarado su autor, no es una novela sobre la guerra; es una novela en la guerra. De hecho, es una novela sobre la guerra, en la guerra y por debajo de ella. Un tipo especial de relato bélico. La guerra se torna escenario simbólico, pretexto para el texto (piensen en Arco Iris de gravedad, Los pichiciegos o Soldados de Salamina).

¿Por qué Corea? En nuestro país las referencias más cercanas a este conflicto serían MASH, la película de Altman basada en la novela de Hooker y la posterior teleserie, y The Manchurian Candidate, novela de Condon adaptada a la gran pantalla por Frankenheimer. Ambas aproximaciones a la guerra de Corea, como demuestran sus géneros respectivos, tampoco son, exactamente, relatos bélicos. En el caso de El ladrón de morfina, el aparente anacronismo que acompaña a la imprevisible elección de lugar, se corresponde con una necesaria estrategia de enajenación, reflexiva y que empuja al lector hacia la reflexión, no sólo sobre la guerra, que también, sino sobre otros muchos temas. Una versión reciente de The Manchurian Candidate resitúa la acción en Oriente Medio. En relación con esto, Cuenca ha llegado a decir que en muchos aspectos no hubiera importado que la acción de su novela se situase en Afganistán o Vietnam.

En algún otro lugar, el autor ha llegado a declarar que el realismo es el auténtico mal de la novelística española, pero a pesar de esto podemos considerar su obra como realista. Su lenguaje lo es. Las obsesiones e inquietudes que mueven sus historias lo son.

De todos modos, esto no es relevante. MASH, la teleserie, llegó a durar más que el propio conflicto de Corea. Sin correspondencia con la realidad, supo crear su propio fluir temporal, verosímil a pesar de no adecuarse a la realidad en la que se inspiraba. En el caso de El ladrón de morfina, su verdadero autor se nos presenta como traductor, en la larga tradición del manuscrito encontrado, para permitir que el lector se enfrente al relato sin el prejuicio de la distancia.


Hielo, luz y oscuridad, arriba y abajo


En su primer libro, el poemario Todos los miedos, Cuenca titula un texto «Miedo a volverse de hielo». En su primera novela, Boxeo sobre hielo, ya en el título encontramos esa contraposición entre la fragilidad del hielo y la tensión de la lucha, y además la acción del relato comienza en la Noruega de los fiordos helados y la historia del explorador Amundsen, a la conquista del Polo Sur, adquiere gran valor en la comprensión del argumento principal. En El ladrón de morfina uno de los personajes fotografía compulsivamente copos de nieve. En Guerra del Fin del Sueño podemos leer el poema «Hielo»: «En algún lugar existe / una ciudad idéntica a la tuya / aunque esculpida en hielo / donde tu corazón refleja todas las preguntas / Una vez fuiste allí / Ahora en la claridad / de la casa demasiado encendida / comprendes / que solo fuiste dueño de la sabiduría / cuando te limitabas a mirar».

Esa misma casa, luminosa, en la que Cuenca decidió fundar su escritura, aparece en otra parte del mismo libro. «Suicide Blonde»: «Ya no seré una estrella del deseo / por haber escogido de esta manera luminosa / vivir bajo esta luz / apolínea y fatal / de la casa encendida / de la casa demasiado encendida / Aunque / por otra parte / la levedad tal vez nos salve nunca».

En El ladrón de morfina hay un símbolo perfecto de esta luz apolínea que la realidad ha prestado a la fértil imaginación del autor: una bombilla que ha permanecido encendida más de cien años. En el libro ilumina la oscuridad de un túnel en medio de la nada que es la guerra.

La estructura de la novela está relacionada con los movimientos de ascenso y caída. También esto es una constante en la obra de Cuenca. En Boxeo sobre hielo la cita inicial de Schopenhauer decía: «¿Quién puede ascender y callar?» y luego sería integrada en el relato para justificar la propia labor de escritura: «Pero cómo estructurar en un arco de sentido, o al menos en varios escalones de sentido, lo que simplemente suma experiencia y desorden. ¿Hay acaso una historia detrás de las historias? Si la hay, debiera encabezarse con una cita de Heráclito: “El camino hacia arriba y hacia abajo son el mismo camino”. No obstante, he recordado un detalle que recoge Safranski, cuando da noticia de que a los pies del monte Schneekoppe, en el cuaderno de visitas de la cabaña en que se guarecían los montañeros, se encontró la firma del joven Arthur Schopenhauer debajo del siguiente interrogante, escrito de su puño y letra: “¿Quien puede ascender y callar?”».


Droga, sueño, sexo, subconsciente


La ética de la caída y la lucidez del narrador tienen su reflejo en la visión alucinada de los personajes. En Boxeo sobre hielo el narrador se descubrirá en los límites de la enfermedad mental y uno de los personajes, al que se conoce como el Loco Larretxi, asistirá al nacimiento del Manifiesto Psiconauta. Alguien ha mencionado, en relación a El ladrón de morfina, la ascendencia de Burroughs en el tratamiento del cuerpo y sus goces, el sexo, la embriaguez, en medio del horror de la guerra. Sin embargo, el uso que Cuenca hace de la droga en su obra guarda mayor relación con las ideas de Leary o Huxley. Nunca es el fin, sino el camino que se recorre hasta un punto más allá de la realidad. Moldea esa realidad y otorga a los personajes raros momentos de extrema clarividencia, lucidez y calma. Paz en medio de la guerra.

Aquí el autor demuestra su preocupación por justificar su propia labor, su anhelo de ordenar el caos del mundo. Esto explica el empeño del fotógrafo por comprobar si no existen dos copos iguales, a pesar de la futilidad del gesto, o la creación de la identidad a través de las necesidades que el medio nos impone. Todas son imágenes de la escritura, que al fin y al cabo es una simbolización de la vida.

Especialmente significativo es el comienzo de la novela, en el que el estrépito de la guerra es percibido como música. El colmo de la intervención en la naturaleza hostil a través del orden del arte. Cayendo sobre la guerra, al Flaco Bentley «le parecía que aquella constelación de ruidos tenía un sentido intencionado, le parecía pura música, una partitura».


Poe, Conrad-Coppola, Malick


En El entierro prematuro el narrador relata su miedo a ser enterrado en vida debido a la catalepsia, enfermedad por la que sufre inesperados estados de inconsciencia. En su última obra, Cuenca ha conseguido dar un sentido nuevo a este miedo antiguo. Revelándose como un lector especialmente atento, ha identificado el núcleo de este miedo atávico para reescribirlo. La guerra es un entierro prematuro. En la guerra uno no lucha por su vida, sino para morir. En la novela se habla de las fuerzas chinas como un ejército de zombis idénticos que se reemplazan a sí mismos continuamente. Doppelganger, dobles malignos, por millares. Como en El corazón de las tinieblas, de Conrad, el personaje prematuramente enterrado, literal y metafóricamente, incapaz de huir o elevarse, se enterrará aún más profundo en la oscuridad de su propio corazón.

El personaje conradiano de Cuenca está en medio de la guerra, como el de Apocalipse Now, la adaptación de Coppola de El corazón de las tinieblas, y es aún más siniestro, determinante, si cabe. Sólo al leer la novela podrán entender hasta qué punto maneja los hilos de la trama.

En Conrad el poder devastador de la naturaleza apenas era verbalizado y Coppola prácticamente lo anuló para concentrarse en el poder devastador de la voluntad humana. Malick, que comparte con Cuenca no sólo una sensibilidad privilegiada, sino también una profunda formación filosófica, devolvió la centralidad a este conflicto de la orgullosa Naturaleza y la voluntad implacable del hombre en una película bélica, La delgada línea roja, de la que podemos decir, como de El ladrón de morfina, que la guerra apenas es el pretexto necesario.


martes, 9 de noviembre de 2010

El ladrón de morfina, según Wilhelm Kay


El hombrecito se llama Wilson A. Bentley. No es idiota. Para él, la nieve es un desperdicio, belleza malgastada por la naturaleza. Le duele tanta belleza desperdiciada. La recoge.

Mario Cuenca Sandoval, El ladrón de morfina



Si vas a la guerra, lo más terrible que te puede pasar es que, al volver, tu novia se haya convertido en una repelente jipi comeflores, que se dedique al amor libre y al folleteo por doquiera mientras tú has perdido los cojones entre chinitos. Esto no sucede en la novela que quería apuntar aquí, pero se me ha ocurrido a mí, que nunca he estado en la guerra, pero vivo en Saigón, que es parecido. De hecho, vivo encerrado con una máquina de escribir, como el Flaco Bentley, uno de los personajacos de El ladrón de morfina, la novelaca que ha escrito Mario Cuenca Sandoval. Lo primero que he pensado al abrir el libro es: ¿por qué ponen al traductor como autor? Y a partir de ahí, todo son sorpresas, piruetas del narrador y síndrome de abstinencia; el que provoca cerrar este libro antes de terminarlo. Hoy apenas he hecho caso al cerdo por culpa de El ladrón de morfina. La edición, de 451, es bella como un copo de nieve. Recuerdo El siglo de la heroína, ed. Melusina, y celebro (sin golpear las copas muy fuerte, en bajito) los opiáceos, y brindo por aquellos adictos que eran hombres. Las drogas son muy malas, excepto cuando te han disparado munición de guerra. Figurada y literalmente, en esta novela hay luz al final del túnel: un horizonte de belleza detrás de las bombas y la cortina naranja que chorrea de los aviones americanos, y una bombilla de tungsteno que dura una eternidad.

En Matadero 5, pequeñas biblias de acero acompañan a los soldados. En El ladrón de morfina, Poe. Por si nadie se había dado cuenta, POE se pronuncia igual que POW (prisoner of war).


jueves, 16 de septiembre de 2010

El ladrón de morfina, según Jesús Andrés


El ladrón de morfina [1] no es exactamente una novela dentro de otra novela dentro de otra novela. Sino, además, una novela, conectada a otra novela, conectada a otra novela. Dentro no, al lado. Es un relato para embriagarse. “Il faut être toujours ivre” [...] “De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo” [2], escribe Charles Baudelaire en Petits Poëmes en Prose o Le Spleen de Paris. De literatura o de morfina, elijan ustedes.

El germen de la posmodernidad está en la misma modernidad. Es su estado latente en palabras de Lyotard [3]. Los desastres de las guerras mediado el siglo XX acaban de romper la frágil cáscara que envolvía la enciclopedia. La novela de Sandoval se manifiesta como un manuscrito encontrado, escrito por otro. Como si fuera un manuscrito hallado en una botella [4]. Estrategia que da como resultado el alejamiento entre el autor y el lector, pero en este caso sin ningún Kinebote [5] interfiriendo el relato. Y en lugar de continuar por el camino del juego de muñecas rusas que tanto ha utilizado Paul Auster, sigue por una vía rizomática. Sandoval, va desgranando página tras página de espléndida narrativa, con un continuo flujo de pequeños éxtasis que el lector ascenderá como un salmón contracorriente. Remansos y saltos se suceden. Pero esa querencia rizomática, pervertirá la tendencia y el lector se adentrará en corrientes subterráneas y remolinos que lo harán reaparecer con nuevas perspectivas del paisaje. Los personajes, como las personas, son siempre distintos a la manera copos de nieve. No es un ejemplo al azar, el coleccionista de nieve es una pieza clave del relato. El coleccionismo tiene afán por lo diferente en lugar de por lo igual. Los copos, como los humanos, siguen un patrón y sin embargo son todos diferentes. Son semejantes, pero no iguales. Diferencias que la cultura a veces ahonda y otras no existen por más que las guerras se empeñen en ello. Es una lástima aterradora que el siglo XX buscase y hallase devastadores hongos reales en lugar de dedicarse a paradisíacos e inmunes hongos de ficción. En la brecha entre realidad y ficción, el autor coloca palabras que se expanden como agua al congelarse, tendiendo puentes entre ficciones inventadas y ficciones reales.

El coleccionista de copos de nieve, obsesionado por la inaprensible imagen que se derrite ante sus ojos, toma ayuda prestada de la fotografía para transmutar lo efímero en eterno. Como el pintor de la vida moderna. Como Nadar fijó el rostro de Baudelaire. Como hacen el escritor real y el de ficción con la máquina de escribir. Pincel, cámara, máquina de escribir o jeringuilla son extensiones de la mano, tecnologías que Sandoval pone al servicio del relato.

Poe será el compañero de viaje de uno de los personajes. En la maleta de Poe irán, sus propias historias, el láudano y Baudelaire pugnando por salir. En la novela los personajes, aficionados a la morfina, no buscan un paraíso, sino dejar de sentir la tierra, el dolor, la guerra. Es llamativo como al autor utiliza, en sus descripciones de la guerra, à rebours [6], destellos de simbolismo, en ese coqueteo con el entorno de Poe y Baudelaire. Como una imposible lluvia naranja en blanco y negro.

Sandoval, como un Sebald comedido, introduce figuras reales con sus delirios y últimos estertores indescifrables. No sabemos que significó la ultima palabra de Baudelaire. Ningún hermeneuta ha podido interpretarla. El escritor va añadiendo hitos al rizoma: la traducción, la interpretación, la comunicación sin palabras. El lector casi pasa a ser una nota al pie de texto en la historia tan bien manejada por el autor.

Las últimas páginas del libro sorprenderán, inadvertidamente girarán los puntos de vista, las flores del mal resonarán en los oídos, como correspondencias viajando en el tiempo. Baudelaire, profeta de la modernidad, también lo fue de la posmodernidad: “¿Qué vengas del Infierno o del Cielo, qué importa?" [7]. Una ambivalencia, que trajo algunos desmanes. Sandoval pertenece a una contemporaneidad crítica, abierta, contradictoria. Sabe que “la belleza mata” y que “el mundo estaba mal hecho”. Que “la belleza es veneno” y “que los venenos pueden salvarte”. El ladrón de morfina, es una extraña flor -L'âme du vin [8]- que puede salvarte. O al menos, negociar una salvación.



[1] Cuenca Sandoval, Mario. 2010. El ladrón de morfina.451editores. Madrid. 1ª Edición.

[2] Baudelaire, Charles. 1862. Pequeños poemas en prosa.

[3] Lyotard, Jean-François. 1986. La posmodernidad (explicada a los niños).

[4] Poe, Edgar Allan. 1833. Manuscrito hallado en una botella.

[5] Nabokov, Vladimir. 1962. Pálido fuego.

[6] Huysmans, Joris-Karl. 1884. À rebours.

[7] Baudelaire, Charles. 1857. Las flores del mal.

[8] Baudelaire, Charles. 1857. Las flores del mal.

miércoles, 7 de julio de 2010

El monumento al éter


El ladrón de morfina, libro III, cap. 4

la ruta del éter (i)

Deja que te hable de uno de los monumentos más extraños del mundo. Se encuentra en el Public Garden de Boston, muy cerca de Carver Street, la calle en que nació Edgar Allan Poe. Para llegar hasta él, accediendo al parque por Charles Street, tienes que cruzar un puente sobre un lago. Verás barquitas con forma de cisne deslizarse sobre las aguas, rompiendo el reflejo en las aguas de las ramas de los sauces. No es difícil imaginar allí, entre tales elementos románticos, un hipotético encuentro con Poe. Una vez rebasado el puente, dejarás a tu izquierda una estatua ecuestre de George Washington y otra de Thomas Cass, lo que seguramente traiga a tu pensamiento estampas de la Guerra Civil, y, al final, te hallarás frente al único monumento del mundo erigido a una droga. Se trata del Monumento al Éter, una fuente con cuatro cabezas de leones sobre la que descansa una torre, de cuatro pilares a su vez, coronada por una escultura. Si te fijas en los relieves del pedestal, descubrirás en ellos cuatro representaciones del triunfo de la ciencia sobre el dolor: hay una alegoría encaramada sobre tubos de ensayos y retortas; otro relieve muestra a un cirujano disponiéndose a amputar la pierna de un soldado que duerme plácidamente; el tercero, no recuerdo lo que representa; el cuarto representa al ángel de la piedad, que hace descender su gracia sobre un enfermo. Pero lo más interesante del grupo es la escultura que lo corona, tan alta que casi roza las ramas de un sauce próximo: se trata de la figura del buen samaritano sosteniendo en su regazo a un joven moribundo, sus brazos y su cabeza descolgados; una composición que recuerda inevitablemente a la Piedad de Miguel Ángel.

Poe no llegó a conocer esta construcción. Varios años antes de que se proyectara siquiera, intentó suicidarse ingiriendo láudano, un derivado del opio que combinaba con alcohol habitualmente, aunque su organismo rechazó la droga y le impidió ingerir, por los vómitos, la otra mitad del frasco. Falleció un año después de este incidente, pero sospecho que hubiera adorado este rincón de Boston, una ciudad que él detestaba, y hubiera convenido en la elección del buen samaritano como metáfora de la anestesia, de la compasión, del triunfo del hombre sobre siglos de gritos inhumanos en los quirófanos. En realidad, la elección del buen samaritano como motivo principal del monumento tiene una explicación más práctica: permitía eludir a sus patrocinadores la espinosa cuestión de quién fuera el verdadero inventor del éter anestésico, una sustancia con la que se venía experimentando desde hacía décadas y que la alta burguesía de Boston acostumbraba a utilizar como divertimento en celebraciones conocidas como fiestas de éter. Sucede en este caso como con el descubrimiento de la máquina de escribir: esta es el fruto de las investigaciones, del avance por grados de más de cincuenta inventores, y no de ningún genio individual. El éter, del mismo modo, es el resultado de décadas de intuiciones, plagios, tropiezos, colaboraciones y rivalidades, lo cual podría significar que no constituye, en realidad, un verdadero descubrimiento, sino un regalo de los dioses, un mensaje del cielo. ¿No crees?

martes, 8 de junio de 2010

El ladrón de morfina, según Matías Miguel Clemente

(Del blog: Degradante Tren Amnésico)


Poetas de sistema nervioso. No sé si hay alguna definición más precisa para cierto tipo de escritores. Tengo mis dudas de si es más una definición o una imagen definitiva. Creo que es una imagen, y es así porque un poeta para mostrar, describir, señalar, no puede sino basarse en una imagen. Poetas de sistema nervioso, de escalofrío que recorre principio y fin, como el latigazo de la red eléctrica de un tranvía, de martillazo en el suelo, que abre los pulmones por la vibración, de río que recorre una tierra sangrante de arriba abajo llevando consigo un elemento electrificante: un niño. Así debe ser el autor de El ladrón de morfina.

No he leído muchas novelas bélicas, de hecho no recuerdo ninguna, sin embargo uno, pensando en positivo, siempre se guarda el beneficio de su propia duda. Quizá no he leído ninguna y en ésta hay muchas. No lo sé, pero intuyo que en muchas de ellas existe el calor de las imágenes, el calor de las explosiones, el calor que producen las heridas, la descripción de las heridas, el calor de los gestos desesperados. Sin embargo hay algo en esta novela que no me atrevería a afirmar que existe en otras novelas del género: el frío chocante de la imagen, el aliento helado de algunos personajes, algo helado, digo, que va más allá del propio hielo y la nieve de la novela, más allá del frío descrito, algo más frío y más eléctrico que los copos en la herida, o en la lengua. Un frío que sólo se hace palpable cuando inunda al calor, ya no sé si me explico...sí, ya lo sé: como cuando en las antiguas fundiciones hacían pasar el hilo de un río cercano para meter los metales ardiendo, eso es. Un frío intenso de dientes producido por el calor bañado en la brutalidad del agua.

El sistema nervioso como emancipador y coladero al mismo tiempo de dos mundos: el subterráneo, reino de la embriaguez, la literatura, y la enseñanza salvaje, reino de las máquinas de escribir, de las luces inacabadas, de la locura, y al otro lado la tierra firme, la realidad más desorbitante, el mundo de la masacre, del escaparate de recursos para la locura ebria. El sistema nervioso recorrido por una sustancia opiácea que calma alrededor todos los músculos allá a donde llegan las ramificaciones del sistema; un río por el que desciende una píldora sugestiva y analgésica.

El ladrón de morfina pertenece a esa clase de novelas que permiten meter la cabeza, cerrar los ojos y dejar que las imágenes, los personajes, las situaciones le hagan a uno pensar aleatoriamente en un cuento, en un poema, en un cómic, en una película e incluso en ocasiones en un ballet. Su estructura, sus fragmentos, sus saltos son quizá el mayor de los personajes, el ser demiúrgico y fundacional, el señor que se adelanta un paso, que adelanta su poder, tapado como buen demiurgo. El señor que sólo se altera por lo incontrolable de la naturaleza, por un hecho fundacional, como decía, por un latigazo, por un calambre, por una dosis bañando el Leteo. Por un ángel sin alas.

En El ladrón de Morfina se establecen las prioridades de todos aquellos que no tienen ya nada que hacer, vivir junto a Poe, curar hasta la extenuación, amar por y hasta los delirios, golpearse los oídos, crear y dar vida, en definitiva agarrarse al hilo de la supervivencia. No hablo de estructuras, ni de fragmentarismo, ni de recursos ni influencias (ya he dicho que no he leído, creo, novelas bélicas), porque esto no es una reseña ni una crítica, sino apreciaciones de lector. Y así hablo del miedo que me han producido algunos pasajes de la novela, miedo a la radio, al sueño provocado, a la intemperie como es la intemperie. Así hablo de la imagen fotográfica, de la imagen del napalm incrustado en la piel de los niños corriendo. Así hablo de la aparición misteriosa de la música en la mente del lector, de la lentitud evasiva y provocada por la narración, del pálpito deductivo de las novelas bélicas (si es que lo tienen). Así hablo del calambrazo en el sistema nervioso, del efecto somnífero y tranquilizador del río, del niño y de su jugo opiáceo. Así hablo de los dos mundos que divide el río, la médula, la ordenada, y así hablo del otro plano que divide el niño, lo real y lo inventado, lo absciso.

Siempre he pensado en el carácter marcadamente fisiológico de algunas obras, ésta lo tiene, estremece en ocasiones y eso es comportamiento fisiológico, encogimiento, efecto astringente, el que producen los copos de nieve en la piel, el que produce la arcilla, la tierra en la piel, o un río que se crea conforme avanza. Narrador y poeta de sistema nervioso.

El ladrón de morfina. Mario Cuenca Sandoval. Edit. 451. 2010 Madrid.

Apreciaciones bajo la influencia de Sigur Ros

martes, 1 de junio de 2010